miércoles, 31 de julio de 2013

¿Narrador o erudito?


Reseña publicada en la revista "Culturamas", el miércoles 31 de julio de 2013.

Ramón Acín es un autor reconocido en Aragón y tal vez poco conocido en el resto de España. Ha publicado libros de relatos, dietarios, novelas y ensayo literario en diferentes editoriales y ahora Traspiés, la editorial de Granada, dentro de su colección “Breves” al cuidado de Miguel Á. Cáliz, publica este “Abrir la puerta”; una colección de once relatos que Acín ha subtitulado: (Innombrables, apócrifos y curiosidades). El origen de esta colección lo imagino como el reconocimiento a su larga trayectoria como escritor al concederle el editor, sin cortapisas ni enmiendas, completa libertad para publicar el libro que Acín ha querido. Y amparándose en esa libertad ha reunido once textos eclécticos que en ocasiones son relatos –más o menos- estrictos y en otras adquieren la forma de ensayo histórico o erudito, carta pública o desmentido anónimo, artículo periodístico, “curiosidad”, y en mayor medida biografía real o “apócrifa”.
De esos once textos a mí me parecen realmente excelentes cuatro: “Cioconda, la radiante”, “Héroes inmolados”, “Del entierro de Estanis, el abacero” y “Amores locos”. Y para mí lo son porque en esos cuatro Acín, sin renunciar a su personalidad, se dedica más a narrar una historia que a la alquimia literaria. Mención aparte merece el último: “Y, al final, como todos, él dijo guau”, un cuento que es un trampantojo, un habilidoso juego en el que nos engaña desde el principio haciéndonos creer otra cosa de la que realmente es. Yo empecé a sospechar algo cuando descubrí la primera pista, y reconozco que me divertí buscando referencias en Google y en la Wikipedia. Un relato ingenioso en el que demuestra su gran sabiduría sin llegar a empachar.
Porque es precisamente cuando esa sabiduría se convierte en excesiva erudición narrada de una forma abstrusa cuando se produce la indigestión. Supongo que sucede porque a veces los escritores cometen el error de convertirse en catedráticos dando una conferencia y se olvidan de que delante no tienen a un pequeño auditorio de licenciados pelotas que esperan convertirse en doctores -y que se romperán las manos aplaudiéndole aunque no hayan entendido nada- sino a simples lectores. Yo soy un pobre mortal que sacó un cinco en la selectividad y estudió la carrera equivocada, un lector que espera de un relato otra cosa que no sea una soporífera conferencia o un laberinto en el que internarse buscando al Minotauro. Ya estoy mayor para caer en complejos de inferioridad y callarme por no querer pasar por un ignorante con el paladar atrofiado. No voy a buscarle los tres pies al gato; si un escritor quiere convertirse en el repelente niño Vicente allá él, su ombligo y sus experimentos literarios con gaseosa. Y no lo entiendo más que nada porque Acín es capaz de escribir un excelente relato en claroscuro como “Amores locos” cargado de lirismo trágico sin caer en el empandullo farragoso de “El santo bebedor” o “Defensa del maestro o discurso sobre desiertos en la selva humana”. En “Petite mort la mueca de Tánatos” insiste en esa tonalidad y acento enredador, pero deja destellos de un personaje y un escenario atrayentes sin caer del todo en lo enmarañado y su embriaguez, pero sin librarse del todo de él. Y al contrario, en “Lobo Solitario”, resulta transparente y claro, pero más que un relato lo veo como una reflexión sobre “el sufrimiento gozoso” de la mitomanía. Lo mismo sucede en “Un espacio llamado ocaso” y “Make-up, make-up, make-up” que más que relatos se tratan de un irónico artículo de opinión o de un panfleto político en clave.
Me gustaría que un autor me diera una explicación convincente de por qué a veces se empeñan en querer marear al lector. No quiero pensar que pretenden hacerle creer que es un idiota que no entiende la alta literatura; más bien quiero imaginar que a veces sin maldad, pero con evidentes perjuicios para nuestra búsqueda del placer, se les va la pinza  y las manos por demostrar que no son simples buhoneros o cuentistas. Y me encantaría entenderlo porque Acín en “Amores locos” consigue ese equilibrio necesario y difícil entre belleza y misterio, sofisticación, extrañeza y sentimiento que no resulta incómodo ni necesita –para apreciarlo-de un doctorado en filosofía clásica o literatura comparada.
Y lo mismo sucede con esos otros tres relatos extraordinarios que pueden considerarse falsas biografías auténticas; la semblanza apócrifa o no -eso da igual- de unos personajes perfectamente posibles, personas que formaron parte de la Historia (con H) con su particular y minúscula historia (con h), ninguno –como nosotros- tendrá su entrada en las enciclopedias, ni en las de papel ni en las electrónicas. Acín recupera en “Cioconda, la radiante” a Luisa que “con apenas diecisiete añitos huyó de Sobrepuerto. Con una mano delante y otra detrás. Y sin embargo, seis meses después ya reinaba en el Paralelo, y toda la bohemia noche tras noche se rendía a sus pies, a la par que hacía babear a los más noctívagos de la rancia burguesía catalana”. Esa historia es apenas un par de apuntes biográficos, pero no necesita más, cuenta lo imprescindible y le añade un interesante paralelismo que no resulta –esta vez- elucubración pedante. En “Héroes inmolados” parte del suicidio de un hombre desde lo más alto de una torre de Caracas para, a través de una investigación periodística -con todo lo que eso tiene de verdad y oportunismo- recrear la vida de un anarquista aragonés exiliado en Venezuela después de la Guerra Civil. Y en “Del entierro de Estanis, el abacero” –que es sin lugar a dudas mi favorito- cuenta la historia de un pastor de Monteflorite que llega a Tortosa como almadiero, su amor y su tienda, su muerte absurda y el porqué quería que su ataúd fuera de pino; un relato que está a la altura de los mejores de Jesús Moncada. ¿Por qué no puede ser siempre así? Ya se que no es lo mismo ser uno que otro, pero yo prefiero mucho más al narrador que al erudito. Con uno disfruto, el otro me resulta cargante.

Ramón Acín. “Abrir la puerta”. 122 páginas. Traspiés. Granada, 2013.

martes, 16 de julio de 2013

Treinta años de buscador de libros


Antes de empezar a decir nada creo que debería pensar si siento envidia o no. Yo también, durante unos años, madrugué para ir al Rastro (de Madrid), me pasaba por la Cuesta de Moyano, iba a algunas librerías de viejo y en primavera y otoño a la feria del Paseo de Recoletos.
Podría alegar algunas excusas, echarle la culpa a otros o a mis circunstancias, pero lo único cierto es que José Luis Melero, al contrario que yo,  tuvo claro desde muy joven lo que quería. Mientras él recorría una línea recta a velocidad de crucero sin marcha atrás y sin altibajos yo corría etapas de un tour con perfil de dientes de sierra. Mientras él buscaba libros yo me dedicaba a buscar mi sitio en este lugar llamado mundo.
Sí; si algo admiro y envidio de Melero es lo que yo no tuve –y quizás tampoco tengo ahora- su carácter, su perseverancia y determinación. Por eso sé que las virtudes y defectos que yo le veo a este libro no son producto de los celos. Claro que me gustaría tener algunos de los libros que tiene Melero, pero si yo me hubiera dedicado durante treinta años a esa búsqueda y compra también los tendría. Así que libre en mi opinión de la sospecha que podría surgir de la rivalidad creo que este libro podrían muchos abandonarlo tan sólo con leer los primero párrafos de la “Introducción”, cuando Melero tras pedir disculpas declara que lo ha escrito porque su amigo Martínez de Pisón –el más antiguo y uno de los más queridos- me dijo un día: todos hemos escrito libros menos tú. Tienes que escribir un libro. Ya vale de antologías, prólogos y artículos. Tienes que ser escritor como nosotros. Y producto de esa petición Melero reconoce: “Un mismo pensamiento me rondaba insistentemente y se instalaba altivo allí donde resida nuestra vanidad o nuestro orgullo: hoy escribe libros cualquiera, ¿voy a ser yo menos que tantos zascandiles como hay sueltos publicando sin rubor alguno?” Me pareció de una arrogancia y una soberbia insultante. En esto de la literatura hay de todo; buenos y malos –según el criterio de cada uno- libros. El mismo derecho y la misma libertad que tiene alguien de escribir y publicar lo tenemos de opinar; y ambos deben respetarse. No seré yo, por dar mi opinión, quien me crea mejor que nadie, ni mucho menos que impida –como un censor- que alguien publique lo que quiera. No me atreveré a calificar de “cualquiera” o “zascandil” a un autor por escribir –bajo mi punto de vista- un mal libro. Quizás a mi me irrita que alguien publique por ser la novia de F. o la hija de R. y a Melero eso no le parezca mal si es alguno de sus amigos.
La virtud de este “Leer para contarlo” es disfrutar del enorme conocimiento que tiene Melero, de alguna de las anécdotas que cuenta como la de “el mecánico oscense Mariano Catalán, que fue quien construyó la primera bicicleta en España, llamada entonces velocífero y más tarde velocípedo”,  su reivindicación del escritor Ramón Ezquerra; y descubrir que “Santiago Salvador Franch, de Castelserás según unas fuentes y de Alcorisa según otras, fue quien en la noche del 7 de noviembre de 1893 arrojó dos bombas desde el quinto piso al patio de butacas del Gran Teatro del Liceo de Barcelona causando veintidós muertos”. Interesa sin duda como una gran bibliografía en la que encontrar referencias y datos de autores, títulos desconocidos que anotar para tal vez, con algo de suerte, leer algún día.
Pero el mayor defecto que le veo a estas “Memorias” es que en su mayoría es una larga y monótona lista de libros comprados por Melero. Una ruta y enumeración de librerías de Zaragoza y del resto de España –abiertas o cerradas- que Melero conoce –o conoció- y los libros que compró en ellas en esos treinta años de buscador de libros. El recuerdo de los que adquirió en el Rastro e incluso de las bibliotecas que compró a las viudas o herederos de sus propietarios. Todo ese mundo propio que seguro es una lectura muy entretenida para los bibliófilos que comparten con él esa afición, pero creo que fuera de esa colla puede entenderse como una especie de exhibicionismo. En cierta manera el mismo de un cazador que nos enseña, colgados en el pasillo y el salón de su casa, las cabezas disecadas de las mejores y selectas piezas cazadas por toda España –y algunas en el extranjero- en sus múltiples safaris. Muy interesante –e incluso motivo de envidia- para los cazadores, pero batallitas de vanagloria para los que sólo cazan moscas con una paleta de plástico y no son aficionados a las antigüedades porque decoran su casa con funcionales muebles de Ikea.


Para librarse de esa imagen de coleccionista o friki Melero se distancia de ese calificativo: “Quizá haya en Aragón una o dos bibliotecas similares a la suya pero pertenecen a bibliófilos de corte coleccionista  que carecen de proyección social y perfil investigador. Estas dos características, que los libros de uno se sepa que están ahí y que están a disposición de los escritores o estudiosos que necesiten utilizarlos, es decir, que no reposen eternamente en los plúteos de nuestras bibliotecas sino que estén siempre dispuestos a prestar un servicio a la sociedad de la que proceden, y que a su vez esos libros, bien leídos y trabajados, le sirvan a uno para escribir los suyos propios o para ayudar a que los escriban sus amigos, son indispensables desde mi punto de vista para considerar relevante la función social del bibliófilo y para distinguirlo del mero coleccionista, que sólo encuentra satisfacción en lo que compra o atesora, sean libros, alfileres de corbata o vitolas de puros habanos.”
Y hay que agradecer y reconocerle a Melero la aclaración y la disposición. Que públicamente ponga sus libros al alcance –consulta sin préstamo lógicamente- del que esté interesado es algo que no hacen todos los bibliófilos. Pero esa aclaración no elimina toda la larga y monótona crónica de librerías, libreros y libros en que consisten sus memorias. Creo que lo que tenga que decir Melero respecto a los libros que ha ido comprando tiene mucho más interés respecto a lo que él ha averiguado como estudioso e investigador de los autores y sus obras. Creo que para los interesados en la literatura hubiera sido mucho más interesante una colección de artículos de Melero en ese sentido que el que nos cuente dónde, a quién y en qué circunstancias –batallitas de cazador viajero sin escopeta- compró algunos libros. Porque creo que el mejor destino que tienen muchos de esos libros viejos y raros adquiridos por Melero sería el de su reedición. Ya sé que no son best-sellers que puedan interesar a las grandes editoriales, pero no creo que yo sea el único chalado interesado en ellos. Una reedición moderna de determinados libros con un prólogo o estudio del autor, su biografía y su obra me parece de mucha más utilidad. Se podría comprar y no haría falta ir a casa de Melero a consultarlo y que nos contara todo lo bueno e interesante que él sabe. Aunque nadie crea que estoy inventando la pólvora, por poner algunos ejemplos la editorial Valdemar lo hizo con “La torre de los siete jorobados”de Emilio Carrere, con el excelente prólogo de Jesús Palacios y el Instituto de Estudios Altoaragoneses lo hace en su colección Larumbe. Además ese libro nuevo y con información sobre el autor (algo que no viene en la edición original) lo podemos comprar a un precio actual y no al de antigüedad o rareza, elevado importe que muchos no nos podemos permitir, y pongo por ejemplo las “Iluminaciones en la sombra” de Alejando Sawa, que en su primera edición original cuesta 500 euros, y que en el año 2009 publicó Nórdica y cuesta 18 euros y antes publicó la efímera Josef K, editor, con presentación de Andrés Trapiello; o hizo Llibros del Pexe, con “En plena bohemia” de E. Gómez Carrillo con edición y prólogo de José Luis García Martín; y hace la Editorial Renacimiento en su excelente Biblioteca del Rescate que tiene como director literario a José Esteban y que en cada libro ofrece una extensa introducción. Reedición que reconoce Melero alguna vez ha hecho, como esa guía de lupanares de Zaragoza de 1934 que junto a Ángel Artal, José Luis Acín y el impresor Pepe Navarro, editó en facsímil en una tirada corta no venal para regalar a sus amigos pero que yo –y tal vez algunos más que le interesara- nos quedamos sin ella por no estar entre ellos.

Pero volviendo al asunto del precio de los libros viejos es seguro que hace treinta, veinticinco o incluso veinte años todavía se pudieran comprar libros de esta clase a buen precio. Yo mismo compré alguno de pura chiripa en el puesto de Ruidavets y tuve un golpe de suerte en el puesto de unos gitanos en el Rastro. Pero todo eso ha cambiado mucho, ahora –y desde hace diez, quince años- el libro viejo es un artículo caro y sus vendedores son profesionales cualificados que saben qué tienen en las estanterías de sus tiendas. Basta con hacer una búsqueda en http://www.iberlibro.com/  Es posible encontrar algunos libros viejos al mismo precio –o incluso más baratos- que un libro nuevo, pero si buscamos libros de, por ejemplo una primera edición de un autor de la Generación del 98, el precio sube hasta los setenta u ochenta euros. Y su precio se duplica –como mínimo- si tiene una dedicatoria autógrafa del autor; fetichismo que Melero reconoce y del que presume en alguna de sus adquisiciones más valiosas. No dudo de que Melero comprara hace muchos años libros viejos a buen precio, que haya tenido unos cuantos golpes de suerte que le hicieron llegar a sus manos libros raros y valiosos, pero no creo que esta clase de libros estén al alcance de un poder adquisitivo –con tres hijos y una hipoteca- como el mío. Tal y como Melero dice: “No sabía, claro, que en esto de los libros viejos la quimérica ambición de querer comprar siempre bueno y barato es habitual compañera de los necios”.  

José Luis Melero. “Leer para contarlo. Memorias de un bibliófilo aragonés”. 206 páginas. Biblioteca Aragonesa de Cultura. Institución Fernando el Católico. IberCaja obra social y Cultural. Zaragoza, 2003.

martes, 18 de junio de 2013

Un verano en París


Aunque cada día hay –afortunadamente- más excepciones, lo normal es que la mayoría de los libros sean iguales. Me refiero a que el interior de un libro es casi siempre el mismo; rara vez nos sorprende; podemos desgajarlo de la carátula y lo que nos queda no será distinto de otro cualquiera; un mar de letras, carne de soporte electrónico. Todo el trabajo de diseño y la originalidad que los diferencia está en la tapa: la fotografía de la portada, el lomo, las solapas y la contracubierta.
Pues este es un libro que viene a romper con esa convencional uniformidad. Un libro en el que la tapa –sin ser anodina- es sencilla como en un libro de bolsillo, pero que no podríamos arrancarla y valorar como un cuerpo con vida independiente del resto porque está perfectamente integrada en el todo. Por fin las dos partes –cara y vísceras- unidas y haciendo la guerra juntas en lugar de cada una por su lado.
Pero además el interior no es lo previsible, no es sólo texto. El interior es un maravilloso trabajo de maquetación y diseño de Víctor Montalbán dándole otra forma y apariencia a la entraña, alternando diferentes tamaños de letra, páginas en negro, gris y blanco –en las que podríamos tomar nuestras propias notas- y un poema con los versos en vertical como gotas de lluvia. Y dentro también las excelente fotografías en blanco y negro de María Lanuza: panorámicas y de detalle, perspectivas, estampas, postales, miradas y recuerdos personales de un lugar y un tiempo compartido. Víctor lo hace encajar todo –textos y fotografías, tipografía e imágenes- en un solo cuerpo que convierte a este libro en algo más que un objeto plano y mil veces visto; un trabajo que hace de él algo valioso, único, original, placentero; artístico.
Y ese sería el continente; la apariencia, el aspecto visual, la belleza que seduce rompiendo los esquemas; pero otra cosa es el contenido, lo literario, lo que dicen las palabras; y en eso me temo –y de verdad que lo siento- que no está a la altura del continente.
“Estancia de investigación” son las notas que Enrique Cebrián Zazurca escribió durante los dos meses de verano que vivió en París: “Siempre conmigo, estos días en París, va un cuaderno Moleskine en el que voy escribiendo esto que tú estás leyendo ahora”. Dos meses en los que, quizás por tratarse de un viaje y un tiempo de obligación académica y no de un peregrinaje hecho a propósito y con el único objetivo de deambular y escribir, lo literario es residual, pasatiempo fuera de las horas de trabajo, curiosidad de turista.  
Eso no quita para que las notas de esta estancia tengan, como en un juego de similitudes y diferencias, un doble mérito o atractivo. Porque creo que lo primero que hará cualquiera que lea este libro es lo que hice yo: acordarse de su viaje a París y rememorar los mismos lugares que Enrique cita y vio y que alguna de las fotografías de María nos muestran de otra manera: los puestos de los bouquinistes a la orilla del Sena, el detalle de uno de los telescopios a los pies del Sacré Coeur y su espléndida vista panorámica difuminada, la perspectiva desde abajo de la torre Eiffel; la plaza de La Sorbona y la de Vendôme, el barrio de Marais y su plaza des Vosgues, y el viaje nocturno en el Bateau-Mouche. “Uno debe tener la actitud y la mirada de un viajero, aunque en el fondo, no sea más que un turista”. Y además de recordar, compartir y evocar lo ya visto nos revelará lo nuevo, lo que no vimos y quedará pendiente para un próximo viaje –porque a París siempre queda pendiente regresar-: el Colegio de España, obra del arquitecto Modesto López Otero y su escultura de Orensanz, el cementerio de Montparnasse, el museo Rodin, el Louvre y el de Orsay –el único museo al que yo entré fue al de Mont Martre- y tal vez una excursión al Mont Saint-Michel.
Enrique no nombra algunos lugares que yo visité, y él ha estado en algunos a los que yo no fui. Echo de menos, por ejemplo, que cuando habla de La Closerie des Lilas, no cite a Buñuel; pero no importa, no se trata de una competición, eso sería ridículo; “París marea, y casi asfixia, en cuanto a referencias y evocaciones”, y cada uno tiene las suyas.
Todo viaje es una experiencia personal e íntima y en este Enrique decide anotar en su cuaderno sus vivencias, lo que esa ciudad le muestra y provoca; pero de las notas sobre una estancia en lugar tan especial como París parece obligatorio que salga algo más que un par de buenos poemas y unas pocas páginas de acertado lirismo. Y tal vez resulte injusto porque si nosotros hiciéramos nuestro propio álbum o cuaderno de ese mismo viaje seguro que no resultaría mejor que el de Enrique, pero si un editor decide convertir esas notas en libro –algo que no está al alcance de cualquiera- es porque resultan excepcionales por su calidad literaria o su personalidad, una mirada y guía singular o palabras de sustancial belleza que son mucho más que escribir para nombrar a los amigos, hablar de la novia, esbozos insustanciales y unas cuantas anécdotas sin importancia.
  Y resulta doblemente injusto porque “Esta ciudad es una religión” y se hace inevitable la comparación con un libro que el propio Enrique nombra: “Siempre van, también conmigo, los “Apuntes de París” de Fernando Sanmartín, a quien este libro que ahora lees debe tanto, por tantas cosas. Fernando Sanmartín  es uno de los secretos más valiosos –y en eso es algo en lo que estoy completamente de acuerdo-y mejor guardados de Zaragoza”.
Debo reconocerle a Enrique su honestidad, el que no haya pretendido imitar a nadie, pero es que se ha escrito –y se escribirá- tanto a cerca de París que en mi memoria esta estancia suya quedará como un objeto de papel repleto de original belleza inolvidable, pero literariamente insípido. París es una mujer consciente de su belleza y con una larguísima lista de amantes que sólo lograremos conquistar con un talento que esté a su altura. Muchos llegan a esta ciudad, pero si no queremos ser un turista más de los millones que la visitan debemos regalarle algo más que bisutería.

Enrique Cebrián Zazurca. “Estancia de investigación”. 52 páginas. Libros del(a) imperdible. Zaragoza, 2013.

Víctor Montalbán
http://www.montalbanestudio.es/


viernes, 7 de junio de 2013

Grotesco y humano


No es lo mismo hablar de un libro cuando conocemos a su autor que cuando no sabemos nada de él. En ese sentido la ignorancia creo que es la situación ideal que debería –por honradez- darse siempre. Si no le conocemos de nada podemos centrarnos en lo escrito sin interferencias ni deudas de ninguna clase que distorsionen nuestra opinión.
Por lo poco que yo sé y conozco de él, Carlos Manzano es –y se declara- tímido. Y sin embargo leyendo estos relatos podríamos imaginarnos a otra persona completamente distinta: un tipo descarado; extremadamente desvergonzado, desinhibido y sin pelos en la lengua; un tipo insolente y pendenciero, malhablado y trasnochador que bebe whisky con cerveza y recita poemas de Bukowski en bares y garitos de mala fama. Y podríamos perfectamente crearnos esa imagen de él por alguno de los relatos de este libro. En el que le da título: “Estrategias de supervivencia”, practica un exhibicionismo canalla y procaz. En “El regreso de la hija pródiga” un realismo sucio, sórdido y brutal. En “Padre enamorado que mira a su hija” se atreve con un tema tabú. En “La ley del más fuerte” habla de la violencia, las drogas y el sexo. En “Orgullo y justicia” convierte a un hombre corriente en un perturbado asesino. Y en “Una historia del Japón” el protagonista es un perverso atraído por el sadismo.
Sí, podríamos crearnos de él esa imagen; pero yo, que conozco a Manzano, puedo asegurar que es todo lo contrario: una persona tranquila, equilibrada, educada y normal que no pasa de la tercera –o como mucho cuarta- cerveza, y, que –yo sepa- no trasnocha, no debe dinero a su psiquiatra, no tiene antecedentes penales ni lleva una doble vida.
Pero tal vez la literatura se trate precisamente de eso. De que nos permite ser lo que no somos, convertirnos en otro, en el que seguramente no seamos nunca; hacer lo que nos gustaría y no nos atrevemos. Al lector y al escritor. Vivir una ficción como si fuera real, hacer ese viaje, mirar por el ojo de una cerradura; inventar lo que queramos, transformarnos, travestirnos, hacernos colegas de un camello, testigos de una vileza, voyeur en una habitación de hotel, descubrir los secretos de alguien, decir lo que realmente pensamos, cruzar las líneas rojas. Cuando nuestra vida es ordenada, previsible y monótona sentimos atracción por lo contrario: por el desorden, por el lado salvaje.
Porque a quién no le gustaría tener una historia turbia que contar de su adolescencia; convertirse por un momento en un justiciero y vivir un día de furia; quien no se ha sentido tentado alguna vez por el morbo; decir la verdad en lugar de una mentira piadosa; caer en el otro lado de nuestra bipolaridad, ceder en esa lucha entre lo correcto y lo incorrecto en la que muchas veces nos debatimos. La literatura, si somos cobardes o simplemente sensatos, nos permite todo eso. Como lectores y como escritores.
En esos relatos de Manzano hay algo más que realismo sucio y un lenguaje crudo. “La ley del más fuerte” es una versión –no importa si anterior o posterior- de aquellos quinquis de “Las leyes de la frontera” de Javier Cercas, pero también una historia de miedo y enamoramiento, de humillación, venganza y astucia frente a la fuerza Pero “Orgullo y justicia” acaba convirtiéndose en un exceso que le hace perder la credibilidad. “Padre enamorado que mira a su hija” puede interpretarse como que su intención es plantear un debate moral y ético, cruel en el sentido que plantea José Ovejero; pero a mi me parece inadmisible, un trastorno mental que requiere tratamiento psiquiátrico urgente. “Una historia del Japón” además del sadomasoquismo –tan de moda- y el vicio o perversión de un hombre gris y respetable nos presenta al fotógrafo Nobuyoshi Araki y nos hace descubrir su obra. “El regreso de la hija pródiga” aunque es una historia vomitiva, una vileza inconcebible, me resulta atractivo por su sórdida puesta en escena, sus demoledores diálogos; su aliento corrupto. Y en “Estrategias de supervivencia” el exhibicionismo provoca la carcajada por la situación y su descaro, pero al mismo tiempo plantea un interesante debate sobre el comportamiento humano; una paradoja que mezcla lo vulgar, el sexo, lo intelectual, la hipocresía, la timidez y una pregunta con muy mala leche.
Pero al contrario de lo que pueda parecer “Estrategias de supervivencia” no es una colección monotemática de perversiones, pesadillas, extravagancias y monstruos. Hay más; lo que pasa es que esos, por el morbo y la provocación, seguramente serán los que llamen más la atención del lector igual que hacen subir los índices de audiencia en la televisión. Y aunque alguno de esos relatos estén entre los mejores del libro, hay otros que, sin provocar o provocando menos, resultan buenos y alguno de ellos excelentes. Los hay incluso más cerca del ensayo que de la narración como “El vertiginoso declive del cinematógrafo” en el que encontré múltiples coincidencias con sus reflexiones y una frase para subrayar que aunque habla de cine podría aplicarse a la literatura: “…sustituimos la cultura del pensamiento y la creatividad por la sociedad del entretenimiento y la diversión efímera”. Y entre los –para mí- buenos están “No era mal tipo”, un relato breve que es una original necrológica que dice mucho en muy poco de cualquiera de nosotros: tipos vulgares con nuestros defectos y virtudes; “Sadismo insoportable” inteligente y original perspectiva y de lenguaje preciosista y lírico; mismas virtudes por las que también destacan “Acuciante necesidad de silencio” e “Insolente simetría”. Pero los dos relatos que -creo- valen por todo el libro son “La fotografía” y “Lento atardecer sobre Venecia”; aunque debo reconocer que su elección tiene mucho que ver con los temas que a mí me gustan: la desolación y su encarnación; la insatisfacción y sus preguntas sin respuesta, el tomar conciencia de nuestro ser y no ser.
De Carlos Manzano además de esta variedad –aunque inicialmente pueda parecer lo contrario- temática, me gustaría destacar su precisión lingüística. Precisión que creo proviene de su carácter minucioso y metódico para narrar; en su ambición por buscar en cada momento y utilizar las palabras adecuadas que expliquen perfectamente lo que quiere decir y transmitir; la palabra como molde con el que se fabrica o da forma, ajusta y encaja sin holgura. Lenguaje que resulta adecuado y preciso incluso cuando resulta soez y grosero sin eufemismos ni ambigüedad porque, nos guste o no, esa es la forma –y otra resultaría un ridículo artificio- en la que se expresan habitualmente muchos. Precisión que nos entrega la variedad y riqueza de un lenguaje del que cada día nos vamos desprendiendo a cambio de volvernos más pobres, abreviados y tecnológicos.   

Carlos Manzano. “Estrategias de supervivencia”. 88 páginas. Libros Certeza. Zaragoza, 2013.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Postales de la moderna desolación.


Mucha gente prefiere la literatura que les haga olvidar lo que son. Literatura que los lleve lejos. Y los entiendo; pero yo prefiero la literatura que, aunque duela o resulte cruel, pueda verme reflejado en las esquirlas de su espejo; historias que suceden en los lugares que conozco y contemplo a diario; unas calles más allá; al doblar la esquina. Y este breve –brevísimo- e intenso texto de Miguel Carcasona es de esa clase de literatura, porque habla de gente corriente –que puede ser cualquiera de nosotros- y de un lugar que conocemos: “Vivo en una urbanización del extrarradio, en una acumulación de sesenta casas dispuestas como un ejército en cerrada formación de avance: diez casas por fila, seis filas de casas. Con la particularidad de que es un ejército de siameses unidos por la espalda”. Un paisaje reconocible para muchos. Un lugar reconocible para mí porque yo vivo –con algunas diferencias- en un lugar así.
Aquellas ciudades dormitorio que surgieron a finales de los sesenta se han convertido en barrios integrados en la ciudad, y el centro antiguo en un lugar alejado para ir de turismo o manifestación. Los nuevos extrarradios del siglo XXI son islas de cemento y ladrillo que han brotado en los pueblos cercanos; rodeadas de autopistas, campos de cultivo abandonados y cañadas sin ovejas, murallas que guardan parques de árboles raquíticos, jardines japoneses, piscinas de plástico y barbacoas domingueras. Campo abierto de puertas cerradas en el que nunca pasa nada apasionante; tan sólo nuestra vida vulgar y moliente.  
 Carcasona nos muestra el lado feo y desolador de ese lugar, ese del que nunca nos hablaron los vendedores que vivían lejos de allí: el páramo como frontera, la uniformidad impersonal, las líneas rectas, la distancia y el aislamiento. Pero eso no quita para que algunos no le vean su lado bueno. Se trata de gustos. Todo tiene sus ventajas e inconvenientes y nada es perfecto. Unos lo buscan a propósito y consiguen adaptarse sin problemas; otros no tanto, pero se resignan y agarran a sus aspectos positivos.
El retrato que se hace de ese lugar en “Todos los perros aúllan” es devastador y subjetivo, pero se trata de mostrarnos un escenario en el que lo realmente importante está en la historia que cuenta. Si fuera una historia feliz o cómica saldría su lado fotogénico y no su perfil malo. Llegar hasta allí es una elección, la de los nuevos emigrantes que abandonan el centro de la ciudad buscando espacio abierto sin ruido y contaminación y se convierten en sus habitantes. “Clara opinaba que los cuarenta y cinco metros del piso alquilado donde vivíamos, en la primera planta de una avenida con tráfico excesivo, no eran el mejor entorno para el desarrollo de nuestro hijo. Buscábamos espacio saludable para él y espacio, a secas, para nosotros, y combinar superficie amplia con precio asequible solo era viable en el extrarradio”. Razones y argumentos comunes a la mayoría si se hiciera una encuesta puerta por puerta. Y los entiendo. Pero el texto de Carcasona no se trata sólo de sacar a la luz los defectos de ese paisaje impersonal y desolador sino en que a veces cambiar un lugar imperfecto por otro puede hacerse con muy buena intención pero puede convertirse en un error.  Y que lo realmente grave y calamitoso es el persistir en ese error por las consecuencias que eso conlleva. El orgullo y el autoengaño, el no querer reconocer que te has equivocado, la falta de comunicación y sinceridad, el no saber rectificar a tiempo; el callarte y dejarte llevar por la inercia de lo cotidiano, permitir que el cansancio se apodere de ti y acabe aniquilándote, hacerte odiar el lugar en el que vives. Lo que antes era virtud ahora es un defecto insalvable.
Y la maestría de Carcasona está en mostrarnos todo eso con muy poco. En resumir, concentrar años de carcoma y podredumbre en un par de hechos cruciales; en unas cuantas postales, imágenes decisivas: el asco de una rata muerta; la invasión de las hormigas que se cuelan por las grietas; la crueldad de ver morir a tu mascota envenenada.
Pero además de todo eso Carcasona también deja en evidencia la desorientación y fragilidad de los padres modernos y sus hijos cibernautas. Sus nuevas formas de divertirse y relacionarse y comunicarse con los demás. Comportamiento en el que también caemos los padres y los adultos y que nos deja sin argumentos ni fuerza moral para decir no. Realidad virtual que nos separa y aísla a cada uno en su cuarto delante de una pantalla y la puerta cerrada. Soledad que acaba llevándonos a visitar de noche los polígonos industriales y a compartir quince minutos en el asiento de atrás con una falsa hada madrina. 
Es triste y cruel. Pero debemos darle las gracias a Miguel por mostrarnos algo de nosotros mismos que tenemos muy cerca y de lo que huimos sin movernos en realidad del mismo sitio, persistiendo en el error. 

Miguel Carcasona. “Todos los perros aúllan”. 43 páginas. Instituto de Estudios Altoaragoneses. Huesca, 2012.


miércoles, 13 de febrero de 2013

Un cuaderno de hule



El rescate de la figura de Manuel Chaves Nogales y su novela sobre la Guerra Civil “A sangre y fuego” nos devolvió el nombre de la Tercera España. “De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros”. Chaves Nogales “pequeñoburgués liberal” huyó del Madrid republicano. Su deserción la pago entonces con el exilio voluntario: “Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. En el siglo XXI no pertenecer a ningún bando no sale tan caro, pero tampoco sale gratis; se paga con la indiferencia. Pero eso es algo de lo que hablaré después.
La reaparición de esa Tercera España me devolvió una vieja curiosidad olvidada. Y una de las ventajas de esta época digital es poder buscar u obtener información sin salir de casa. Basta con escribir en un buscador y obtener el premio: http://laterceraesp.blogspot.com.es/Y el primer nombre que aparece en esa lista era un completo desconocido para mí: Luis Lucia.
Su historia resulta absolutamente estremecedora. Fue encarcelado por unos y por otros. Los republicanos lo encarcelaron por derechista y católico, el franquismo por traidor y haber declarado su fidelidad a la República.
Y los comentarios a esa entrada me llevaron hasta este libro: “En tierra de nadie”, escrito por Rafael Esteban Silvestre. Una excelente novela corta que recupera un episodio en la vida de Luis Lucia cuando, al estallar la Guerra Civil huye de Valencia y se esconde en la falsa (buhardilla) de un Mas del Maestrazgo. Durante los meses de ese ocultamiento escribió en un “cuaderno de hule” la memoria de su huida y sus temores antes de entregarse a un grupo de milicianos que registraban la casa. Ese cuaderno, muchos años después, acaba en las manos de José María Gil Robles, compañero y jefe político de Luis Lucia.
“En tierra de nadie” se mezcla realidad y ficción; pero eso es lo de menos. El encarcelamiento por partida doble de Luis Lucia fue trágicamente cierto. Rafael Esteban se basa en esa estremecedora verdad para recrear lo que Gil Robles pudo sentir al leer el cuaderno y lo que Luis Lucia pudo escribir en él. Y aunque la novela tiene un inicio narrativamente trastabillado se recupera rápidamente al expresar los pensamientos de Gil Robles y aquella paz que no fue posible. El recuerdo doloroso de una época: “Luis era partidario de mantener la paz a cualquier precio. Muchos, Pablo Iglesias no fue ajeno a esto cuando amenazó con pasar por las armas a Maura, se desviaban hacia la violencia”. “No nos dimos cuenta, el viento presagiaba lo que se iba a desatar, estaba escrito en la historia de nuestro país, y no nos dimos cuenta”, y el destino del amigo: “Ni perdonado por unos, ni comprendido por otros. Como otros, Luis pagó por todos. Sí, les podía haber pasado a muchos. Pero Luis, ingenuo o simplemente bueno, no dio el paso definitivo cuando otros abandonaron una nave que se hundía, pues venía haciendo aguas desde tiempo atrás”.
Reconstrucción de una huida caminando por el inclemente paisaje del Maestrazgo. Reconocimiento de la belleza que hay en la dureza de su paisaje. Lugares que para Lucia suponían el horizonte de su infancia.  
 Reconstrucción de los pensamientos de un huido que abandona a su mujer y a sus hijas; a su hijo mayor haciendo el servicio militar en Valencia; el temor a represalias, su desamparo. “No sé a quién temo más, si a los revolucionarios que han tomado las calles y arman al pueblo, o a los africanistas con los que ya alguna vez me enfrasqué hace ya trece o catorce años a raíz de la guerra de Marruecos”. El miedo y la humillación de un hombre escondido, las dudas y el examen de conciencia de un fugitivo. La certeza de su derrota gane quien gane: “Yo, por mucho que pudiera ampararme en mi condición de diputado en un hipotético arresto, no dejaba de ser católico militante, líder derechista, hasta no hace tanto tiempo tradicionalista, y no podía caer en manos de activistas revolucionarios. Por otro lado, era oficialmente rojo, ex ministro de la República a la que me había adherido por medio del telegrama que envié desde Benicasim el día que comenzó la sublevación. No se me perdonaría, y tanto si me atrapaban unos como otros, acabaría mal. Tierra de nadie, pues, exilio forzoso, extranjero en mi propio país”.
Reconstrucción que además de ser narrativamente concisa y brillante tiene un mérito extraordinario. Porque lo que cuenta Rafael Esteban no resulta –paradójicamente- de un interés mayoritario. Porque la opinión y ficción que más vende por escrito y de palabra de esa época es la de un maniqueísmo en blanco y negro, la de una Arcadia feliz que no existió, en la idealización a posteriori de algo que fue imperfecto. Y el mérito de Rafael Esteban y la recuperación de Luis Lucia es el de no caer en lo subjetivo ni en lo tendencioso. De aquella época aciaga, triste y terrible lo único que merece la pena resucitar es esa Tercera España que no pudo ser, que entre unos y otros no hicieron posible. Ese es el único ejemplo que merece la pena novelar.
Y es curioso –y también triste- que esta “Tierra de nadie” resulte ahora útil y precisa. Que hoy, ahora mismo, resulte una novela esclarecedora. Porque hoy, todavía, esa Tercera España es minoritaria. Y que nadie me mal interprete, no estoy haciendo propaganda de ningún partido político. Me refiero a esa indiferencia con la que se paga hoy en día al que no milita en ningún bando.
Y es que te das cuenta de que esa Tercera España no pudo ser entonces por lo mismo que hoy se margina al que no practica el sectarismo de alguna de las dos orillas. Ahora muchos manifiestan públicamente y sin pudor su fanatismo, la violencia verbal, el escarnio, el insulto que rezuma el odio y su larva eclosionada. Y si no te sumas a ninguno de esos bandos, si no firmas manifiestos, sales en la foto o le das al “me gusta” lo que ganas es la indiferencia. No es buen negocio estar en medio, en ninguna parte, no ser la novia de nadie. No ser de ninguno no te traerá el reconocimiento de tu independencia. Es mejor ser de un color. Si formas parte de uno de los grupos no estarás solo, tendrás el aprecio de unos para defenderte del desprecio de los otros. La palmada en el hombro, la sonrisa del compañero.
Porque lo que se critica, lo malo, lo injusto, el escándalo está siempre en la otra acera, en el otro bando. Los que nos indignamos o sentimos vergüenza de los dos somos una minoría. Son muchos más los que sonríen con una mueca tenebrosa de alegría y triunfo ante la caída de los otros. Los que insultan a los del bando contrario por delincuentes pero callan de los del suyo. Los que convocan manifestaciones en una sede y exigen dimisiones ajenas. Los culpables siempre están enfrente; la verdad en mi casa, bajo mi bandera.
“En tierra de nadie” es un título muy apropiado. Una novela elocuente. Por Luis Lucia y sus dos carceleros. Para ver con más claridad el pasado y lo que fue. Para sentir, sin miedo, vergüenza del presente. En que es preferible la soledad de vivir en tierra de nadie al refugio de uno de sus bandos.   
  
Rafael Esteban Silvestre. “En tierra de nadie”. Comarca del Maestrazgo, 2007.

La Tercera España el magnífico –y tristemente desconocido- blog de Fernando Álvarez Jurado.